Desde la Villa Olímpica viendo llover en Macondo-México (1968)
Es miércoles y es 2 de Octubre, son las dos y media de la tarde. A bordo de un autobús de la Ruta 50 se dirige a su trabajo como operador del equipo Xerox traído desde los EEUU para elaborar el “master” del Libro de Resultados Finales de la XIX Olimpiada. Lleva colgado al cuello el carnet que le permite el ingreso a la Villa Olímpica y que lo identifica como trabajador de la Villa Prensa, no se lo quita ni cuando visita a la novia, piensa que le da estatus y currículum como estudiante de Periodismo. Cursa el segundo semestre de Ciencias de la Información en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM. Su jefe, un sociólogo ocho años mayor que él, y puma también, tiene el encargo de producir el libro sobre los resultados finales de los juegos que “deberá estar en el palco de honor el día de la clausura”. Los compañeros de trabajo parecen todos venidos del mismo sitio, la UNAM, madre y maestra de la educación pública. En la Villa de Prensa, la Radio no deja de tocar una y otra vez Hey Jude, la última de los Beatles, rubricada con el pegajoso slogan de la Pantera de la Juventud, Radio 590:
Hey Jude, don’t make it bad
Take a sad song and make it better
Remember to let her into your heart
Dos días atrás, el 30 de Septiembre, no han llegado los lonches: tortas de queso de Puerco, Pascual Boing de mango y chocolate Carlos V. Aun se encuentra en construcción el prometido comedor No. 6 de la Villa que dará servicio también a los corresponsales. Los que no traían comida montan en el Corvair rojo de Alfonso y se dirigen al Sanborn’s más cercano para una comida decente. A la altura de CU son detenidos; están en la primera fila de la cola de coches a los que impide el paso un soldado de espaldas a ellos, las piernas abiertas, fusil en ristre. De la calle perpendicular salen carros blindados y otros vehículos militares, el ejército desocupa la Ciudad Universitaria después de 12 días de saqueo y un vandalismo que ocasionó pérdidas materiales y espirituales nunca cuantificadas y abrió una herida social enorme, todavía no cerrada del todo. Meses después sabría que en la ocupación de CU asomó la resistencia: una mujer, rapsoda contemporánea, había sobrevivido a la intervención militar: la legendaria Alcira Soust, uruguaya, que escribía poemas para leerlos al que se acercara: que lo mismo ejercía como profesora de filosofía que cortaba el césped o hacía trabajos de jardinería para ganarse unos pesos; se escondió en un baño de la Facultad de Filosofía sobreviviendo 2 semanas tomando agua de los lavabos y leyendo a León Felipe.
Pero volviendo a la realidad, pasan unos minutos, el oficial a cargo de la columna militar que sale de CU la detiene con el objeto de desahogar la larga fila de coches que esperan en la Avenida Insurgentes. El soldado se gira lento, les clava la mirada, se aparta pero no del todo y cuando reinician la marcha, en un solo movimiento, descarga la culata del fusil en el parabrisas y los encañona, su cara es una mueca de odio… faltaban dos días para llegar a la Plaza de las Tres Culturas. Desde el otro lado de la avenida, el oficial le ordena que deje pasar los coches. Alfonso maniobra como puede para vadear al soldado que no ha dejado de apuntarles, una grieta de múltiples venas cruza el parabrisas.
Ya en el Sanborn´s de San Ángel, a media comida, entró un grupo de estudiantes, compañeros, parte de las células del movimiento (estudiantil) que había paralizado a las principales universidades del país (sobre todo la UNAM y el Politécnico); uno de ellos, con voz aflautada leyó el pliego petitorio del Comité de Huelga: libertad a los presos políticos; derogación del Artículo 145; desaparición del cuerpo de granaderos, destitución de los jefes policiacos; indemnización a las víctimas de la violencia; deslinde de responsabilidades de los funcionarios involucrados en los recientes hechos de violencia. Repartieron unos volantes impresos en mimeógrafo, alguna falta de ortografía colada por ahí y consiguieron algunas monedas en los botes que llevaban exprofeso, todo en medio de un silencio respetuoso que nada tenía que ver con el mutismo despreciativo del régimen. Cuando los “agitadores”, Díaz Ordaz dixit, salían del local; él, desde su mesa, inició un aplauso que fue seguido por el resto de los comensales. Había pasado un mes desde su incorporación al Comité Olímpico, la Universidad estaba en paro desde el mes de Julio. Después de su participación en la Marcha del Rector (1 de agosto) su último contacto con el Movimiento fueron un par de asambleas en el Aula Número 1 de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Era un pequebú asombrado ante los aires renovadores.
En su casa queretana, aparte de las preocupaciones maternas, la familia se preparaba para ver las olimpiadas en la Zenith, una tele de segunda mano adquirida para la ocasión. También se hablaba de los desaparecidos, los muertos y los revoltosos. “Salió en Zabludowsky” era el argumento que le hacía la cama a los temores de una sociedad secuestrada ya desde entonces. Su familia era grande, católica, conservadora; una familia como las de tantos, de la clase media surgida del “milagro” mexicano con padre patriarcal en territorio cristero. Él pregonaba en el desierto: México exigía democracia; a pesar de que se había hecho una revolución, la democracia duró unos meses hasta que mataron a Madero y después, sobrevino una lucha de facciones que terminaron por institucionalizar la revolución y crear un régimen autoritario, trataba de explicarles a sus hermanos menores. Su padre lo confrontaba.
Un fin de semana en medio de la confrontación su padre le dio a leer Derrota Mundial, entérate le dijo. Apartó la lectura de los clásicos rusos y devoró en unos cuantos días, con morbo, las fobias y filias de aquel periodista (Salvador Borrego) simpatizante del nacionalsocialismo y revisionista del holocausto. No sabía que su padre no solamente era un católico conservador sino anti-sionista. La sorpresa de la posición política de su padre sobre el tema de los judíos avivó la discusión al punto de convertirla en enfrentamiento, discusión que fue amainando y terminó con aquella carta que recibió con sorpresa años más tarde en Israel, en el Kibutzz, donde había ido a “buscar” el socialismo. Su padre le decía: persigues falansterios, ponte a leer a Fourier y sabrás que las utopías eso son, utopías; no existen. El muy breve intercambio epistolar enriqueció aquella imagen de un padre de nueve hijos, contador en una banco que le prometió eternamente la Gerencia, fotógrafo premiado y actor aficionado, su padre era otro utopista. No importaba como fueran de agrias las discusiones, en la sobremesa se coincidía en lo aberrante de la violencia del Estado frente a la exigencia pacífica de diálogo.
Es tres de Octubre de 1968, son las dos y media de la tarde. Un ambiente enrarecido flota en la ciudad. Desde la madrugada, cuando regresaba a casa en el transporte de empleados, la ciudad respiraba la tragedia. Vehículos verde olivo circulaban por las principales avenidas y nadie transitaba por su cuenta. El autobús cruza el puente del Viaducto cuando lee en la Primera Edición del Últimas Noticias: 25 muertos, 300 heridos es el saldo del enfrentamiento entre el ejército y los terroristas. En el cintillo: el sabotaje a los juegos olímpicos y la desestabilización del país era el principal objetivo de la conjura internacional. La supuesta conspiración no daba tregua a la paranoia de un presidente déspota, acomplejado y, hoy sabemos, a sueldo de la agencia de inteligencia del vecino país. Pensarse parte de aquella maquinación le arrancó una sonrisa al mismo tiempo que le surgía la certeza de un país en guerra ante lo ocurrido en Tlatelolco. A bordo del autobús de la ruta 50 se dirige a su trabajo en la Villa Prensa. Lleva en la mochila un par de tortas de sardina, los lonches casi nunca alcanzan, la jornada se extenderá hasta las tres de la mañana y el restaurante No. 6 de la Villa entrará en funciones hasta dos días antes de la inauguración de los juegos, entonces podrán tener dos comidas calientes al día, les avisa el Licenciado Casanova.
Ese día y muchos más fueron de caras largas. Al cuarto oscuro donde estaba instalada los Xerox venían los compañeros que entre sorbos de café, con voz baja y los Beatles de música de fondo, fueron desgranando historias de amigos desparecidos, muertos, heridos, compañeros encarcelados. El día 12 se inauguraron los juegos, volaron cientos de palomas que querían significar la paz y los aros olímpicos hechos globo surcaron el cielo. El día 30 el libro de Resultados Finales de la XIX Olimpiada llegó a las 20:30 horas al palco principal del Estadio Olímpico con les resultados de la última prueba celebrada esa misma tarde, la de Salto Ecuestre. El momento fue televisado, en el taller hubo porras y aplausos pero ya nada sería igual en aquel México triunfalista. Se iniciaba un largo camino hacia la democracia; la tantas veces fallida consolidación de un Estado de derecho en un país plural, proverbialmente desigual que se desarrolla en desiguales velocidades, con desiguales visiones del mundo; asentados en una geografía con enormes y codiciados recursos y una plutocracia podrida por la corrupción…Hey Jude nos decía:
And anytime you feel the pain, hey Jude, refrain
Don’t carry the world upon your shoulders
For well you know that it’s a fool who plays it cool
By making his world a little colder
Nah nah nah nah nah nah nah nah nah
En Satélite Sacco y Vanzetti fracasan
Era un pequeño burgués, pequebu; su familia pertenecía a esa indeterminada clase media que oscilaba entre la penuria económica y los pequeños ciclos de bonanza. Hijo de la fortuna había ingresado a la UNAM ante una de las múltiples crisis económicas de la familia. Su abuela le había sentenciado: “no podemos seguir pagando la escuela privada” (el Colegio México); por lo que, le dijo, “tendrás que entrar a las escuela pública y hacerte valer por ti mismo”. Ahora le dijo, la divisa será austeridad y meritocracia o en otras palabras: somos pobres de nuevo y ni modo.
En 1968 estaba ya inscrito en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, en la carrera, novísima, de Periodismo. Su experiencia en política era incipiente y muy ingenua: en la Escuela Nacional Preparatoria había visto caer al Director de la Escuela cuando una banda de porros atacó las instalaciones, destruyó los laboratorios y se orinó en el escritorio del Director. Se acordaba cuando, en 1966, avisaron que había que desalojar la Prepa y que se pusieran barricadas; es decir, apilar mesa-bancos y pupitres en las entradas para detener a las huestes invasoras, proteger a las chavas y que los jóvenes altos y fuertes hicieran un cordón para repeler la primera oleada porril y dar tiempo para desalojar, huir y dispersarse en los barrios circunvecinos, allá por Lindavista, en Insurgentes Norte. Al grito de “!ahí vienen los del MURO¡” huyó, corrió y no lo pescaron seguido de las compañeras que entre risas saltaban setos y se trompicaban en las calles de Lindavista.
Los porros tomaron la escuela y la vandalizaron. Cayó el director de la Prepa pero también el Rector, Ignacio Chávez, luego de que los porros también profanaran la oficina del Rector en CU, lo humillaran y lo sacaran a rastras de la Torre de la Rectoría. El, pequebu, recién instalado en la gratuidad de la educación, no entendía la relación de los porros con la política universitaria y mucho menos con la nacional: ¿cual era sentido de “tomar” las prepas, destruir sus instalaciones, “renunciar” autoridades y luego demandar el cumplimiento de un pliego petitorio retóricamente pertinente y después oponerse a reformar la UNAM? Ya desde ese entonces el establishment académico era repelente a cualquier cambio y los vigilantes y porros cohabitaban manipulados por los grupos de poder.
A Chávez, un reformador de gran alcance, la derecha fanática del Movimiento Universitario de Renovadora Orientación (MURO) lo acusaba de comunista y el Partido Comunista Mexicano de priista. Era como estar entre los neo-cristeros y el ogro filantrópico llamado Díaz Ordaz teniendo como marco global, planetario, el sueño revolucionario, de la internacional comunista empoderada por el triunfo de la Revolución Cubana. Años después, en 1968, se reveló que el régimen ejercía el control a través de los gremios profesionales y de los mercenarios enquistados en las escuelas (fósiles), sobre todo en la Facultad de Derecho y que incluso prohijaba a los grupos radicales de izquierda.
Pero aun en esas circunstancias, la UNAM era el mejor lugar para estudiar. Él se aprovechaba de la educación laica y gratuita: leía “El Llano en Llamas” y tenía en las manos “Cien años de Soledad”, un regalo de su tía Güera que le dijo “a ver si le entiendes”. Estudiaba lo mismo letras españolas o historia mundial que física, lógica, anatomía o etimologías grecolatinas; era lo que se llama un estudiante promedio que habitaba un lugar propicio, libérrimo. La prepa representaba un paraíso educativo después de los purgatorios que fueron la primaria y secundaria en la escuela marista. Pasar a la Universidad e ir a CU fue como llegar a la tierra prometida.
Vivía en Echegaray, territorio conurbado de la CDMX. Hasta ahí había huido su familia después de habitar las venerables colonias Santa María, Santo Tomás, Clavería y Nueva Santa María. Huía de la pobreza, los desastres familiares y la precarización de la vida. La abuela era una especie de Mamá Grande que había tenido que vender su casa ante la vejez, la falta de recursos y la ceguera; e irse a vivir con su hija y sus nietos a la periferia, a un fraccionamiento nacido del sueño del milagro mexicano llamado Ciudad Satélite que gentrificaba velozmente las tierras ejidales de Naucalpan y Tlalnepantla ante el avance la industrialización tipo Miguel Alemán. Ir a CU desde Satélite/Echegaray era recorrer toda la Ciudad: del norte al sur. Pero el recién inaugurado anillo periférico le permitía hacerlo en 20 minutos. Tomaba clases en la tarde y regresaba ya en la noche después de acaloradas y largas tertulianas en Sanborn´s.
En 1968 estaba en el primer semestre de la carrera de periodismo y sus filias políticas recaían en la izquierda, fascinado por las gestas de la Sierra Maestra, Camilo Torres, Salvador Allende y porque había leído “Los Condenados de la Tierra” y el prólogo de Sartre. Veía con reservada admiración a la Unión Soviética (sobre todo sus cosmonautas) y estaba a favor de la Primavera de Praga, el Tercer Mundo, la guerra de Viet-Nam y la lucha de Martin Luther King en EU; le indignó la represión de los tanques soviéticos en los países del este europeo y los bombardeos norteamericanos en Indochina; admiró la defensa heroica de los Vietnamitas y las victorias del Tigre del arrozal (Vo Nguyen Giap); se consternó por la muerte del Che traicionado en Ñancahuazú y los asesinatos de Patrice Lumumba y Luther King atribuidos a la CIA y al racismo blanco; así como quedó perplejo ante el oscuro accidente donde muere Camilo Cienfuegos y la muerte en combate del padre Camilo Torres; leyó los poemas del Gran Timonel, Mao; y lo vio nadar en el río Yan-tse para reforzar la Revolución Cultural y la Larga Marcha. Cuando llegó el mayo francés se sintió parte de la algarada y defendió inútilmente a Danny el Rojo en las tertulias familiares: creía que debajo de los adoquines estaba el paraíso pero no creía, escéptico, que se pudiera hacer lo imposible: cayó De Gaulle pero no el capitalismo.
En la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) seguía con fruición las lecciones de política del maestro Enrique González Pedrero; su libro “El Gran Viraje” le hizo ver que era imposible instalar el socialismo en el mundo, al menos en el siglo XX. Las lecturas del “El Príncipe” le hicieron ver que existía la Realpolitik y que como decía Jack London tardaría siglos en superar “El Talón de Hierro” del capitalismo. México se le presentaba como un país jodido, un Comala inmenso poblado de caciques en las tierras prodigas y flacas, habitado por el fracaso de una revolución interrumpida y ahora urbanizada, ojerosa y pintada, que mataba a sus campesinos, les negaba la tierra y los convertía en obreros pobres; México era El Águila y la Serpiente en El laberinto de la soledad bajo La Sombra del caudillo convertido en presidente sexenal. Para él, la voz de Rulfo y Fuentes en “Diles que no me maten” y en La región más transparente eran la voz de México. Hacia fuera, en el mundo, los referentes eran Cortázar y su Rayuela parisina, los discursos del Che y Fidel; de Ángela Davies, Luther King y “tengo un sueño” y con Marcuse de “Eros y Civilización” y “Razón y Revolución”. Se asomaba la mirada de la resistencia como futuro y él oía las canciones de Carlos Puebla, Víctor Jara o Daniel Viglieti mezcladas con los cantos libertarios de Bob Dylan, Joan Baez y John Lennon. Blowing in the wind y Help¡ eran los cantos libertarios de las sirenas para sus oídos posadolescentes:
How many roads must a man walk down
Before you call him a man
How many seas must a white dove sail
Before she sleeps in the sand
How many times must the cannon balls fly
Before they are forever banned
The answer, my friend, is blowing in the wind
The answer is blowing in the wind
OHelp! I need somebody
Help! not just anybody
Help! you know I need someone
Help!
Era un mundo esquizoide que combinaba las lecturas, las pláticas interminables en los en los cafés y las idas a la cineteca del CUC, con adscripciones a visiones libertarias que sucedían en otras partes del mundo; es decir, él, como sus compañeros, vivía en un mundo virtual lleno de narrativas fulgurantes salpicado de realidades soportables; hasta que en julio estalló la revuelta y la calle apareció con la cara dura de la protesta y la represión. Asistió a todas las manifestaciones y como en la Prepa huyó, se refugio en cafés y volvió a casa con la incertidumbre y el enfado a cuestas, dándose cuenta de que había una realidad dura donde la Olimpiada de la Paz era la cara amigable, demagógica, del gobierno para posicionarse en el mundo-mundial como milagro económico mientras se vivía un mundo opresivo, injusto y cínico; donde la libertad de expresión era un mito retórico. Se vivía en la posverdad: ¡Prensa vendida! Gritaba el mantra de la protesta cuando pasaba por Bucareli mientras Zabludovsky, busto parlante del establishment, informaba en su noticiero televisivo sobre el complot comunista que había atrás de las manifestaciones.
Fue correteado el 26 de julio por los granaderos y con Leo, su amigo aristócrata, se refugió en el Hotel del Prado y ahí permanecieron hasta el otro día. El ejército, en la noche, había entrado al barrio universitario, bazuqueando la puerta de San Ildefonso, la Prepa 1, y detenido a un montón de estudiantes que habían quemado camiones y “defendido” las instalaciones universitarias. El capitán de restaurant nos dijo: “quédense aquí, si salen los agarra el ejército y los desaparece”. Leo vestido con un saco de camello y con un bastón que era un arma me dijo: “mejor nos quedamos”. Y pasamos una larga noche entre cafés y soliloquios que eran interrumpidos por el ruido de las orugas militares.
De ahí en adelante, todo fue un torbellino: sobrevino la manifestación del Rector por la agresión a la autonomía universitaria, la marcha del silencio para callar al ogro del PRI-gobierno y después, en septiembre, como respuesta, el ejército intervino las instalaciones de CU y del Politécnico, había premura para pacificar la ciudad. Asomó la máscara de hierro del poder. La represión había comenzado. No perdonaron poner a media asta la bandera por la violación a la autonomía universitaria. Para el gobierno había que ahogar la protesta no dialogar. Díaz Ordaz aparecía como lo que realmente era: un autoritario sumido en sus complejos. Y atrás de él o sobre de él, aparecieron personajes siniestros como Luis Echeverría, Corona del Rosal y Martínez Domínguez encargados de las tareas sucias de la mano del ejército, comandado por un viejo revolucionario, Marcelino García Barragán, que ejercía el monopolio de la violencia.
El 2 de octubre no fue al mitin en Tlatelolco. Estaba redactando su “currículo” para pedir trabajo en una agencia de publicidad. La realidad se imponía al compromiso político. Su madre conocía a un Chief Executive Officer (CEO) de aquella época que había trabajado con su exmarido gringo en la Walter Thompson y que ahora era ejecutivo de cuenta de Noble y Asociados; le consiguió una cita para buscar ser copy-writer: “…tienes que conseguir trabajo … para que no te mueras de hambre o termines como todos los que escriben…”; habían sentenciado mi abuela y mi madre. Lo habían citado para el 3 de octubre a las nueve de la mañana. Se durmió temprano para preparase e ir a Constituyentes, a la salida de Toluca, para entrevistarse. No vio la tele esa noche.
A media noche apareció RGCH, un amigo radical de la Facultad, toco la puerta de la casa y le gritó : “…esto ya estalló…¿bajas?”. Baje y me dijo: “ lo cosa esta de la chingada, en el mitin de Tlaltelolco mataron a un chingo de estudiantes, ya intervino el ejército…va a ver levantamiento y es hora de que te definas…”. Venía en el vetusto Cadillac de su tío. Enchamarrado y con botas de minero. Baje como pude y en la puerta de la casa me condujo hacia su auto, abrió la cajuela y traía tres escopetas y cientos de panfletos recién impresos donde se pedía al proletariado levantarse, hacer una Huelga General y derrumbar el gobierno; era versión cuarta región del asalto al Palacio de Invierno. Quedé pasmado y me inquirió: “¿le entras o te culeas? Es el momento de pasar de las palabras a los hechos…”. No pasé a los hechos y creo él tampoco. RGCH, indignado ante la negativa de tomar las armas, le inquirió si su cobardía (ser culero) le daba para repartir los panfletos en la zonas obrera de Naucalpan: “¿sí o no?”. El respondió para salir del paso: los repartiría en fábricas de Alce Blanco. Le dejó todo su cargamento. Se despidió increpándolo: “ahora se lo que eres: un pequeño burgués” (pequebu). No distribuyó los panfletos; en parte por el miedo y en parte, porque su redacción panfletaria que no le gustaba ni la compartía. Pero quedó con una culpabilidad que se volvió estigma: era culero y no podría ser Sacco ni Vanzetti. Pero había que dormir para ver si le daban chamba. Años después, RGCH era un funcionario destacado del PRI-gobierno.
Era el 3 de octubre y muy temprano. Llegó a Constituyentes a tiempo y se colocó en la sala de espera: Tenía cuatro periódicos a la mano: El Universal decía en sus primeras planas: “Tlalteloco, campo de Batalla. Durante varias horas Terroristas y soldados sostuvieron rudo combate. No habrá estado de sitio: Marcelino García Barragán” y Excelsior: Recio Combate al Dispersar el Ejército un mitin de Huelguistas- 20 Muertos, 75 Heridos, 400 Presos; y Novedades: Balacera entre Francotiradores y el Ejército en Ciudad Tlatelolco. Datos Obtenidos: 25 Muertos y 87 Lesionados: El Gral. Hernández Toledo y 12 Militares más están heridos; y El Heraldo: Sangriento encuentro en Tlatelolco 26 Muertos y 71 Heridos Francotiradores dispararon contra el Ejército: el General Toledo lesionado.
“En la madre” se dijo en el momento en que la secretaria le avisó que tenía que pasar a su entrevista laboral. Los recibió C Puig (CP). El CEO de Noble y Asociados le preguntó que le parecía lo que había pasado en Tlatelolco. Respondió con un lacónico “mala onda”. Puig le dijo que a los estudiantes “se les había pasado la mano y al gobierno también”; luego le preguntó a boca jarro: “¿por qué quieres entrar a una agencia de publicidad si era estudiante de la Facultad de Ciencias Políticas?; los de la UNAM, decía, eran gente que aborrecía la publicidad, la consideraba manipuladora e instrumento mágico del consumismo. Le contestó que quería aprender a ser creativo. Y lo pusieron como asistente de copy en la campaña del Chocolate Pancho Pantera de Choco-milk. Antes de salir de la oficina, CP le pronosticó: “esto no es lo tuyo, los que trabajamos aquí somos todos una mierda, lo mismo nos da vender un auto que vender a nuestra hermana; y tú… todavía no te da lo mismo…”