No había llegado a la sexta década cuando se le detuvo aquel generoso corazón, el mismo que tantas veces había dicho estaba amenazado por un “soplo”; padecimiento que cuando lo mencionaban todo mundo decía “ah, sí” y aprendieron a verlo como algo habitual pero como siempre, las cosas llegan cuando miramos para otro lado. A los 57 años cumplidos dejó nueve hijos, una viuda, tres nietas, un trabajo miserable cuyo patrón lo confrontaba con lo que siempre dio ejemplo, la honradez. El cacique del pueblo ubicado en el Estado de México lo había contratado para que llevara la gestión de su granja de pollos que nunca estaba al día con sus obligaciones, ni fiscales, ni sanitarias, ni de pagarle a tiempo su sueldo, ni de ningún tipo. Tampoco pagó el funeral, se quedó con el dinero de su cuenta personal y un poco más y se arramblaba también con el Maverick azul cuya venta sirvió para paliar los primeros gastos. El día que fueron a entregarle los papeles que guardaba Luis en casa los recibió en lo que había sido su oficina, sentado en su silla, con los cajones de su escritorio abiertos, con sus objetos personales, un encendedor y una estilográfica sobre la cubierta, un guarda espaldas y una sonrisa torcida, pero alcanzó a comprarse una casa nueva ¿no?, les dijo. Se refería a la casa que las mujeres de la familia y la ahora viuda, apoyadas sin duda por él, acababan de comprar a plazos para detener de una buena vez la vida nómada urbana de la familia que había acumulado 13 domicilios distintos en menos de treinta años.
Se cumplen estos días un siglo de su nacimiento. Conforme iba creciendo la familia se fue alejando de su pasión por la fotografía y el cine. De la primera fueron premios y menciones en la revista del Club Fotográfico de México las que dieron cuenta de su talento. Reconocido por sus colegas en la calidad de sus trabajos, la organización, junto con otros, de los dos Salones Internacionales de Fotografía que se realizaron en el Museo Regional y sus primicias para revelar color en su cuarto oscuro casero cuando por aquellos días se tenían que enviar esos rollos a la central de la Kodak en Rochester, N. Y., de lo cual se encargaba Beata Terán desde su tienda de la Av. Madero.
En los primeros años de su vida matrimonial, quizás hasta que cumplió los 35, el teatro fue otra de sus pasiones llegando a montar una corta temporada en el teatro de la Fabrica de Hércules, allá en la Cañada, con la obra El Amigo Carbajal. La compañía la formaban con él el Chicharrín Lozada y algunas señoras que años después cuando recordaban aquella época una sonrisa franca les iluminaba la cara. Hicieron varios bolos en la Parroquia de San Francisco en la Ciudad de Celaya donde vivía Victorita, su madre.
Su pollocoa ganó fama entre propios y extraños así como su habilidad de barman para preparar sofisticados cocteles, éste último hobby sólo lo mantuvo poco tiempo. Cada Navidad encargaba con el Sr. Fadrique de la tienda de Ultramarinos Génova varias botellas de Chianti, aquel vino en botellas redondas cubiertas con una funda elaborada con paja. El tío Paco le pedía por esas fechas filmar la corrida de toros de los Médicos e inmortalizó con su cámara, aparte de las efemérides familiares, varias competencias deportivas entre Rojos y Azules del Instituto Queretano. Pagaba cuotas a los Caballeros de Colón pero nunca se le vio tocado con el sombrero de plumas y portando capa; puede ser que fuera parte de esas obligaciones a las que eran sometidos los miembros de una sociedad urbana reducida en número por el carácter rural del país en aquellos días.
Fue fugaz Presidente del Club Rotario y de la CANACINTRA. Del Club de Leones se retiró a la segunda cena/sesión solidario porque aquellas leonas se le habían tirado a la yugular a Carmela, su pareja, compañera y fiel carcelera. Candidato a Senador suplente por el PAN en las elecciones intermedias a principios de los años cincuentas, organizó la Convención Regional en la casa No. 9 de la Avenida de los Arcos. Asistieron 14 personas. En los cerros ya se diluía el nombre de Adolfo Ruiz Cortines construido con grandes piedras pintadas de blanco, la manera como el partidazo hacía propaganda del ungido cada seis años. Heberto no ganó la Senaduría y a Luis le valió que amigos de juventud conectados con el poder le volvieran la espalda, lo que parecía le tenía sin cuidado.
Cuando nació Luis Gonzaga Vallejo Pérez el humo de la Revolución Mexicana aun no se disipaba. El Valle de Santiago en el Estado de Guanajuato, sitio de su nacimiento, era territorio sinarquista. Nunca habló de política pero quedan retazos de una conversación “entre ma-yores”, con su imagen de adolescente repartiendo volantes a favor de la Madre Conchita, enjuiciada por participar en la conjura que le costó la vida a Álvaro Obregón. Es claro que por aquellos años era complicado escapar a la influencia de aquel movimiento nacionalista, pro-fascista y anticomunista. En su familia cumplió con los requisitos demandados por una sociedad católica, apostólica y romana pero nunca obligó a ninguno de sus hijos a mantener una práctica ni profesar ideología alguna en particular. Lector disciplinado puede ser que sin saberlo ni proponérselo fue con su ejemplo un auténtico libre pensador. Yo lo sigo añorando a 43 años de su despedida con aquellas terribles y últimas palabras que me dejó como única herencia: “esperaba más de la vida”.