Es Julio del 68, soy estudiante de Periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM y como cada tarde me encamino emocionado a descubrir el mundo. Apenas han pasado 180 días que salí del pueblo y sin haberlo confesado a nadie aún me sonrojo con los pensamientos absurdos que me cruzaron por la mente el día que conocí a Víctor, activista en el Partido Comunista Mexicano de Lombardo Toledano, era el primer comunista de carne y hueso que veía en mi vida y sigo pensando que once años con los hermanos maristas son suficientes para torcer de manera aviesa la realidad.
El autobús 57 se detiene frente al Monumento a Obregón delante del Sanborn’s y ahí nos bajan. Hay huelga muchachos, avisa el chofer. Caminamos los 10 minutos que nos quedan de recorrido y nada más entrar a la Ciudad Universitaria veo colgados en los muros las mantas alusivas al aniversario de la Revolución cubana.
Piquetes de compañeros vigilan que nadie entre a los salones. En el Aula Uno no hay sitio para enterarse de lo que se dice en la asamblea. En la cafetería Don Tacho brega pidiendo paso llamando diputados y senadores a la clientela. Me cruzo con Luis, ni modo hermano, mejor vamos a echarnos un billarcito. Ese viernes nos tocaba Redacción y técnicas de Investigación Documental con González Casanova, Historia de la ideas políticas y sociales modernas con Salazar Mallén y Economía I.
Caminamos por la Av. Universidad rumbo al billar al que nunca he ido pero me lleva Luis. Apenas llevamos unos metros cuando se detiene a nuestro costado una “ballena”, aquellos autobuses color beige rectangulares como caja de pan Bimbo, que cobraban 50 centavos. Suban compañeros, vamos al Salto del Agua a la manifestación por el aniversario de la Revolución Cubana. Por la ruta más corta mi chofer, si te hacen parada levantas y lo que cobres es para ti. Le dice al conductor el que lleva la voz en el “secuestro” de la unidad, es mi primer acto de reivindicación social.
La Av. San Juan de Letrán es un río humano. Nos colocan en el contingente del Partido Comunista debajo justo de la manta que lo anuncia. Poco después de las 6 de la tarde la columna comienza a moverse. Pasamos delante de las oficinas de la Confederación Nacional de Organizaciones Populares (CNOP) uno de los cuatro sectores del partidazo. Burócratas inexpresivos se agolpan en los balcones. ¡Sindicatos charros! nuestro contingente corea una y otra vez señalándolos con el puño cerrado, yo me avergüenzo de hacerlo y solo miro. No sabía que los aficionados al mal nombrado deporte nacional se agruparan en sindicatos. Venzo la vergüenza pregunto y me entero que los tales “charros” son aquellos que medran con las organizaciones de trabajadores y que el nombre viene del “Charrazo”, como se le llamó al asalto del Sindicato de los Ferrocarrileros a finales de los años cuarenta, a manos de un tal Alfonso Ochoa aficionado a la suerte de la reata y el caballo y apoyado a modo por policías y soldados. Pienso en la educación marista encapsulada en nuestro mundo ideal, aquel en que todo se resumía en una competencia deportiva cada dos años cuando el colegio se dividía en los Rojos con un diablo de icono y los Azules con un ángel.
Mi columna, que precede la manifestación, llega a la confluencia con la Calle Madero. La Torre Latinoamericana se alza como el gran icono de la ciudad. ¡Mitin relámpago! avisa desde la cabecera uno de los “pastores”. ¡Al suelo, sentados! es casi una orden. El pavimento quema. Nerviosos oradores llenan deshilachados discursos con palabras de calibre: revolución, obreros, lucha de clases, capitalistas, gobierno represor del pueblo. ¡Vienen granaderos por Madero! alguien grita. La sentada columna se agita. Tranquilos, no pasa nada, intenta apaciguar el pastor mirando nervioso hacia la calle de Madero donde aparecen estudiantes corriendo. Luis y yo nos levantamos, ¡sentados! Nos ordena otro de los organizadores que sale de entre los curiosos. ¡Si tu, como no, siéntate tu! Ahora no recuerdo si fui yo o Luis quien lo dijo pero lo hicimos recular. Está bien, pero vayan al Hemiciclo a Juárez.
Trepada en el níveo mármol del monumento habla Guadalupe, nuestra Rosa Luxemburgo, la güera del grupo, hija de catalanes que nos descubrió el pan con tomate. Estalla el cristal de un escaparate. Gritos y carreras. Alcanzo a ver otros con paliacates cubriéndoles media cara, que revientan con pedruscos cristales de algunas tiendas que comienzan a cerrar apresuradamente. Ahora si veo a los granaderos que aparecen con sus porras y uniformes azul marino por la calle de Madero. Intento correr pero me detiene Luis. No güey, así no. Caminamos por la acera en dirección contraria de los jenízaros que pasan junto a nosotros a toda carrera sin siquiera mirarnos. Luis se ríe, yo me asusto y más tarde celebraríamos la osadía. Luis acabó como actor de teatro y estoy seguro que era muy bueno.
Giramos por San Juan de Letrán caminando ahora en contra dirección por donde habíamos venido bajo la bandera de la hoz y el martillo. Los balcones antes pletóricos de curiosos están vacíos. La vida retoma su ritmo no así la mía de estudiante pues la UNAM no abriría sus puertas de nuevo hasta seis meses después. La calle sigue cerrada al tráfico y yo no lo supe en ese momento pero había dejado de ser la persona que había comenzado aquella tarde su rutina de provinciano en la capital.