Crecí entre botones, telas, hilos, zippers o “cierres”, broches de presión, de gancho, patrones de papel de china y la tersa greda. Una libreta de pastas negras, guardada con celo, me desvelaba las dimensiones corporales de las clientes de Carmela
largo, cintura, ancho, grueso….¡¿pero que es el ancho, que es el grueso por dios?! ¿porque la excitación?. Cintas de medir, alfileres diminutos palillos chinos en sus cajitas de plástico pentagonales, azules, alemanes. Dedales, agujas, barrocas tijeras dentadas, hilvanes, pespuntes y yendo de acompañante a la casa ubicada en los bajos del Gran Hotel para recoger botones forrados, o a escoger las sedas, cabeza de indio, gabardinas, lanas, satines, algodones estampados que desplegaba el Señor de la Vega en robustas mesas de madera en La Ciudad de México, nuestro Corte Inglés, el Palacio de Hierro queretano.
Don Pepe, como lo llamaba Carmela, hacía girar el ovalado empaque acertando tantos giros tantos metros, que luego comprobaba con el metro marcando con la greda, claro, unos centímetros de más. Según el tipo de lienzo lo cortaba rasgando con ambas manos en un tirón preciso o cuidadosamente con las tijeras, sin dejar de sonreír cuando envolvía la compra en el grueso papel color marrón. Sus ojos verdes se cruzaban con los también verdes de la costurera
En las casas de aquellos años había el cuarto oscuro de Luis y el costurero de Carmela, en ambos habitaba el arte a través de fantasías e ilusiones y se construían sueños, en el de ella con el ronroneo de la Singer que trabajaba a impulsos o en trayectos cortos pero infatigable. Cuando era a pedal la energía se trasmitía al cabezal con una banda de cuero desde la placa que ella mecía con los pies. Más tarde fue con el zumbido del pequeño motor eléctrico que Luis lo instaló al costado de la rueda que hacia girar el mecanismo.
Un arte complicado me resultaba ensartar la aguja con el hilo que venía del carrete colocado en vertical sobre el lomo de la máquina y que ella lo lograba en el primer intento. Después había que trenzarlo con aquel que, enhebrado previamente, permanecía a la espera en su carrete dentro de una pequeña pieza de ingeniería de acero del tamaño de una nuez. Ésta había que fijarla en una cavidad que se encontraba abriendo una trampilla junto a la aguja y tenía una lengüeta de seguridad, accionada por un invisible resorte, que había que mantener levantada para que encajara correctamente. Acto seguido bajar la palanca de un pequeño pié cuya misión era sujetar la tela, girar la rueda y esperar ver la aguja salir con los dos hilos ensartados, proeza que jamás logré, y así quedaba todo listo para que diera inicio su frenético trayecto de subir y bajar entre los dedos de aquel.
Pero lo que más me gustaba de aquel mundo era mirar aquellos cuadernos que Carmela le encargaba a Pifas: el Burda, el Vogue, el Harper’s Bazzar. Catálogos que a sus clientas les despertaban auténticas quimeras y a mi emociones adolescentes que se complementaban con las inspiradas en las revistas de fotografía de mi padre, revistas que un día desaparecieron misteriosamente después de aquella mirada de reojo de Carmela cuando observó mi atenta concentración en unos desnudos.
Hace un par de temporadas estrenamos en el teatro “Al Galope”, una semblanza de la vida de Diana Vreeland, la “sacerdotisa de la moda” como era conocida en los años sesentas y setentas, la editora en la época dorada del Harper’s Bazzar y el Vogue. Carmen Elías en el escenario dio vida a esta mujer vestida cada día con la elegancia y el buen gusto con que mi madre vistió a muchas damas queretanas. Siempre se llamó a así misma Modista y junto a la Señora Camprubí traían al pueblo la moda que venía de Europa, a ese pueblo que displicente la llamaba costurera.
En el salón de su piso de Manhattan, a sus 70 años, Diana lee en el New York Times el artículo que habla de su sorpresivo despedido como editora de la afamada revista y parece evocar imágenes de su pasado en el humo del eterno cigarrillo. Sus viejas amistades no le cogen el teléfono, le cancelan invitaciones, no acuden a sus citas y esa tarde tiene que pedirle prestado dinero a su secretaria para pagarle al chico que le ha traído la merienda desde el restaurante vecino, se ha gastado sus ahorros en un viaje por el mundo que duró tres meses pero ella no pierde el tipo.
Al final de la función comprendí, una vez más, que Carmela era de esa estirpe de artistas que se fugan persiguiendo la verdad en la estética, en la perfección y en la creación como vía de salvación. Una manera de poner distancia ante una realidad que por momentos parecía resultarle insoportable a la modista.