“Hay que practicar la conllevancia”
J. Ortega y Gasset
Frente a mi casa se encuentra la Escuela Urbana Federal Matutina Margarita Maza de Juárez, un colegio “oficialâ€, como le llamábamos en otros tiempos para hacer la diferencia con “los de pagaâ€. Institución ésta con prestigio, tradición, cuna del saber y primeros conocimientos para muchos próceres queretanos como el Doctor Edmundo González Llaca. Pero no es por esto que la traigo a cuento sino por reflexionar en como ha ido cambiando nuestra historia. En los lejanos años sesenta en las escuelas particulares se retiraban de los salones crucifijos o imágenes religiosas ante la amenaza de una inspección por parte de la secretarÃa de Educación, años de una republicana educación laica. Las escuelas oficiales, en aquel entonces, se supone que observaban a rajatabla el precepto de mantener separados educación y religión no asà hoy en dÃa cuando hasta la intimidad de mi recámara y muy temprano, escucho a la prefecta regañar a través del altavoz a Padilla y a Ortiz quienes parecen tener pegado un balón a los zapatos en lugar de poner atención a las indicaciones para terminar de poner a punto el coro que entona ya las conocidas estrofas para pedir posada…entre santos peregrinos.
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Y a propósito de escuelas en fecha reciente me tocó presenciar de manera accidental un juego de fútbol de lo que debe de ser la liga infantil. Acostumbro asistir a la pista que rodea una pequeña cancha de fútbol en una de las mencionadas escuelas oficiales de la ciudad. Se enfrentaba el equipo local contra el similar de una escuela privada, los primeros con uniforme todo en blanco y no todos con los tacos propios para este deporte, alguno con sus “tenis†de seguro de manufactura china. De este lado, quiero decir del lado de la única tribuna, el equipo de la escuela de paga en azul marino calzoncillos y calcetas, camiseta en color paja con vivos del mismo tono azul que el resto del uniforme, grandes números y el nombre del jugador en el dorsal. Los de la banca enfundados en pants y chamarras de grueso algodón y eso si, todos calzados con spikes de marca. La asistencia en la tribuna sumaba más de cuarenta, contando las entusiastas hermanas que hacÃan las veces de porristas con gigantescos pompones de color…azul. Termos con chocolate y café caliente para paliar el frÃo, un par de tambores que desde mucho antes de que comenzara la lidia ya sonaban machacones, trompetas, matracas y mucho, pero mucho entusiasmo. Yo daba vueltas a la pista y al pasar delante de la tribuna podÃa aspirar el siempre agradable aroma del perfume caro. Pants, gorra y lente oscuro me daban cierta anonimato para inspeccionar a esta bien vestida asistencia: chamarras de piel, suéteres vistosos, guantes, bufandas y gorritos de los que se usan para esquiar.
Del otro lado de la cancha el equipo local daba brinquitos más que nerviosos friolentos. Se empujaban unos a otros, reÃan. Una banca de cemento, donde descansaban las pertenencias de los jugadores, era vigilada por una chica catatónica que al final me enteré era la esposa del profesor de educación fÃsica. No habÃa gritos de aliento, ni porras ni matracas ni mamás brindando apoyo, una media docena de papás permanecÃan a la expectativa. Dos de ellos con las manos en los bolsillos permanecieron todo el partido a la orilla de la cancha, ojos vidriosos y caras abotagadas daban testimonio de una noche farragosa y de seguro no por la expectativa del partido del dÃa siguiente. Un sonoro eructo del gordo enfundado en una vieja y larga chamarra blanca, fue el único signo vital observado durante los 30 minutos del encuentro, el otro se dedicó a darle instrucciones a un tal Juan que nunca identifiqué entre los blancos.
En un momento, cuando me encontraba en la parte mas alejada del la cancha, un grito ahogado anunció el gol de los locales. Las porras se hicieron más intensas y el ya muy manido “si se puede†se dejo escuchar a coro. Las güeritas dirigÃan las porras y los papás se desgañitaban, del lado opuesto, el de los anotadores, apenas un desganado aplauso.
La banca del equipo visitante, los de “la particularâ€, permanecÃa disciplinada y ordenada en una de las gradas de la tribuna. La del equipo local, en corrillo, andaban en lo suyo entre los árboles que rodean la pista, sin prestar atención a lo que sucedÃa en la cancha. En un momento, acercándome a la zona de los locales, cinco de ellos caminaban en la misma dirección y observé que todos llevaban en la mano sendas piedras, sigilosos se acercaban a un mezquite y a la voz de uno lanzaron los proyectiles en la misma dirección para ver que de entre las ramas salÃa volando un pajarillo y otro caÃa como fulminado al suelo. El del eructo volteo su mirada de tortuga y la regresó sin más a lo que sucedÃa en la cancha cuando caÃa otro gol, también de lo blancos. Minutos después el árbitro daba el silbatazo final y yo terminaba mis ejercicios. La porra de los visitantes festejaba la derrota como si fuera un triunfo y del lado de los locales apenas unas palmaditas del entrenador que tenÃa ahora que sacar del aburrimiento a su compañera mientras el gordo de la chamarra blanca se alejaba acompañado de un chiquillo que a su lado recogÃa piedritas que lanzaba sobre la pista intentando hacer “patitos†como si esta fuera un estanque.
Para esos dos Querétaros, para el mosaico que afortunadamente es México: felices fiestas y como dirÃa el filósofo español José Ortega y Gasset: frente a las diferencias, “no hay más que practicar la conllevanciaâ€.