Volando sobre el Adriático llegué al aeropuerto de Tel Aviv en uno de los últimos aviones que aterrizaron aquella tarde de Septiembre, minutos después estalló la huelga de pilotos y me quedé varado esperando al amigo que llegó dos días después. Hace 35 años el oriente medio vivía como una forzada comunidad en armonía. Apenas un lustro atrás el ejército de Israel, en una operación relámpago que duró seis días, había aplastado a los ejércitos de Egipto, Siria, Líbano y Jordania que en una operación conjunta pretendieron sorprender dejando de manifiesto, en su derrota la supremacía militar judía en lo que parecía marcar el destino de la zona.
Mientras tanto dejé en un casillero la mochila y me lancé a disfrutar las pedregosas playas de la ciudad hebrea y a mirar ese otro Mediterráneo que en nada se parece al de la Costa Brava. El transporte era precario pero resultaba fácil viajar de “aventón” respetando la prioridad que tenían los soldados en servicio.
Ese mismo fin de semana estábamos ya instalados en el Kibbutz Kiryat Anavim ubicado a 15 kilómetros de Jerusalén. Habíamos interrumpido la carrera en la UNAM y la relación con la novia para conocer mundo, emanciparnos y vivir en Israel el socialismo del trabajo comunal. El 68 estaba fresco en la memoria y el 10 de junio nos llegó hasta Europa como recordatorio siniestro de la brutalidad con que se dirimían los asuntos ciudadanos en el país, a pesar de aquello México seguía pareciendo un sitio de promesas y esperanza, y nosotros anhelábamos un mundo más justo.
El Kiryat Anavim, fundado a principios del siglo pasado, era uno de los kibbutz más antiguos y por ende también de los más ricos. Contaba con un hotel de 60 habitaciones, una granja con 25 mil gallinas, una fábrica de carromatos recolectores de basura, plantaciones de manzana, naranja, vid y algodón, y un establo al que, por algún prejuicio con nuestro origen mexicano, fuimos asignados como responsables del primer turno de alimentación. 300 vacas “competían” por recuperar el primer lugar nacional de producción. Bajo las suaves notas de un adagio mozartiano, que comenzaba a sonar en los corrales previa la hora de la ordeña, tres veces al día conducíamos a las Clarabellas para que hicieran su cadenciosa pasarela por la sala de ventosas, mangueras y depósitos. Comenzaba nuestro turno a las cuatro de la mañana para terminar al medio día, lo que dejaba tiempo para ir a perderse en las callejuelas de la Ciudad Santa, visitar el Sepulcro idem, el barrio musulmán, tomar te de menta, charlar con la anciana que lleva tatuado en el brazo el número con el que la inventariaron en el campo de exterminio, mirar la Puerta de Damasco con sus quinientos años de existencia, incendiándose con la luz de un atardecer.
A cambio del trabajo recibíamos casa, comida, ropa de trabajo y de descanso, calzado, cigarrillos y cerveza una vez a la semana. Los viernes por la noche se habilitaba uno de los búnkeres a manera de discoteca y se podía jugar bakgamon o ajedrez en la cafetería. Solo había que avisarle a Madame Peska para mudarse al cuarto de la amiga. Una televisión en blanco y negro se encendía en el comedor despúes de la cena y no pocos consumían las dos horas en que trasmitían alguna vieja película por alguno de los dos canales. El primer disgusto para el par de fundadores que aún vivían resultó cuando la asamblea votó para que los beneficios de ese año se invirtieran en televisores para cada familia. Ellos, los viejos, veían en este acto de individualismo naufragar el espíritu de colectivo que tanto contribuyó en la colonización de aquellas tierras y en la posterior fundación del estado hebreo pero su voto no valía más que el del más joven de la comuna.
Cuarenta personas de más de diez países componíamos lo que se llamaba el grupo de voluntarios. Se tenían los mismos derechos que los kibutzim pero sin el del voto. La convivencia con los miembros permanentes era casi inexistente fuera del trabajo, cansados de trabar amistad en encuentros que muchas veces duraban apenas un par de semanas. No obstante mi amigo logró vencer las barreras de una guapa ojiverde “sabra”, como se les llamaba a los ya nacidos bajo el cobijo de la tierra prometida y cuyo significado era: “fruta del desierto”.
Casi cuatro décadas han transcurrido desde entonces. Israel es el país más próspero de la región pero tal parece que la reciente experiencia, su fracaso al intentar acabar con la guerrilla de Hesbollah, puso en duda su capacidad para resolver por la vía militar las diferencias con sus vecinos. Ahora su primer ministro, Ehud Olmert, enfrenta una grave crisis institucional mientras el pueblo no se siente más bajo el cobijo del poderoso e invencible tsáhal, como se conoce genéricamente a las fuerzas del ejército israelí, quien no logró detener la lluvia de cohetes lanzada por la guerrilla del “Ejército de Dios” .
México también ha cambiado desde entonces. Su otrora carácter de país rural lo mantenía en aparente calma. Hoy somos una sociedad urbana por mayoría, donde saltan a la vista las diferencias que ocasionó en gran medida siete décadas de saqueo, simulación y autoritarismo que mantenía una fachada de progreso, mientras se escatimaban recursos para programas de salud y educación; dinero que terminaba en cuentas personales ante la complacencia de los que atestiguábamos el enriquecimiento que nada tenía de inexplicable.
Hoy somos un pueblo puesto a prueba, los reclamos que toma como bandera la llamada Coalición por el Bien de Todos son justos y la solución a las centenarias carencias es impostergable. El discurso es lo que alarma pues vaticina acontecimientos que nadie en su sano juicio puede estar deseando. Azuzar contra las instituciones o las personas llamando a la revancha terminará arrastrándolo todo y a todos, lo advierten intelectuales y gente de la calle ante la indiferencia y la arrogancia de aquellos que no han dudado en cambiar de un partido a otro buscando como adictos la cuota de poder particular, o bien frente a la ignorancia de aquellos otros que desde una posición triunfalista piensan que todo va de maravilla.
Hoy preparo mi regreso a México con la ansiedad de abrazar a mi gente y a los amigos, no como en aquellos tiempos en que añoraba el calor de la tierra y soñaba con la mujer enamorada esperando mi regreso, compartiendo la emoción del reencuentro después de una separación más o menos prolongada. Hoy los sentimientos vienen de la necesidad de buscar y brindar abrigo, protección y sosiego ante un panorama que provoca en mucho la desesperanza.
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