Serapio camina por la solitaria calle en compañía de Gastón, su perro. Apura el paso, con los hombros pegados al cuello y ajustándose la bufanda a cada golpe de viento se dirige a la estación de los ferrocarriles. El portaviandas de peltre azul y blanco que se balancea en su mano desprende una nubecilla de vapor cargada de aromas que Gastón olisquea
–Sabes Gastón, nada buena cara tiene el asunto de mi padre, ¿recuerdas lo conversador que era?, pues esta mañana apenas si pronunció palabra, eso sí, dale que dale preguntando por gente que ya está muerta, por su “viejita” como él siempre la llamó y a la que nunca ha dejado de echar en falta
A las puertas de la estación abre el trasto con la cena que cada día le prepara Catalina su mujer, toma un trozo del pollo aliñado, Gastón mueve la cola y relamiéndose el hocico regresa a casa por el camino aprendido.
En la oficina Serapio saluda al siempre malhumorado compañero, faltan varios minutos para que termine su turno pero aquél ya tiene todo listo para marchar. Toma su chaqueta de la percha y sin más que un gruñido emitido a manera de despedida sale perdiéndose en la noche. Serapio limpia el escritorio, sacude estanterías, ordena papeles. Se coloca la visera, los cubre puños, abre el armario y cambia el jersey de lana y la bufanda por el pesado chaquetón de la empresa, se lo abotona y sale al frío de la noche en su primer rondín. No oculta su asombro al mirar el cielo cubierto de estrellas y por un momento deja que sus pensamientos se pierdan en el infinito, “regresa” cuando siente en la mejilla la brisa helada que sopla del oriente. Martín el pordiosero duerme bajo el carretón que se usa para descargar las mercancías, se acerca y le acomoda la sucia manta. Un perro flaco cruza las vías. Todo en paz.
Poco antes de la medianoche se enciende en el tablero la señal luminosa que avisa del tren aproximándose, son años malos para el ferrocarril ya de por si precario, las mafias de los transportistas copan cualquier esfuerzo por modernizarlo y con lo mal que va la economía del país cada vez se utiliza menos, por no hablar de los rumores que será vendido a una compañía extranjera. Desde hace tiempo el convoy de carga a punto de pasar por la estación es el único evento en el turno de noche. Sale al andén lámpara en mano, mira a su derecha esperando en cualquier momento ver aparecer los morros de la máquina rompiendo la penumbra. Sobresaltado da un paso atrás cuando se percata que en dirección contraria y por la vía de único sentido se aproxima una máquina de vapor, negra, de las de antaño que tira de un tren de pasajeros. Con la quijada suelta y la linterna inmóvil ve pasar delante de él media docena de vagones con ventanas tenuemente iluminadas. Cuando las luces rojas del cabús se alejan, torpe atina a mover la linterna como si de pronto recordara su obligación de darle paso. Regresa a la oficina, abre la bitácora y no encuentra aviso que prevenga el paso de este tren, procede de inmediato a manipular el telégrafo y prevenir al guardagujas para que abra la espuela de escape en la siguiente estación. Se sobrepone a la sorpresa y entusiasmado por la oportunidad de mostrar sus conocimientos procede a redactar con su fina letra palmer el informe que le trae recuerdos de aquellos detallados textos de sus primeros días como ferrocarrilero: “23:35 horas, cruza Estación Querétaro en dirección Estación Buenavista, servicio de pasajeros compuesto de los siguientes elementos: Locomotora Pensilvania 1067 de American Locomotive, tipo Atlantic. Un vagón con servicio de Primera Clase, tantos más de Segunda, tantos más de Tercera. Vagón Cabús y de vigía de la Union Pacific y Ferrocarriles Mexicanos” En el apartado de observaciones asienta que por el horario y las características el convoy hace la ruta del que fuera emblema de la Compañía: El Águila de Oro, servicio de pasajeros que cubría más de dos mil kilómetros haciendo la ruta desde el Río Bravo en la frontera Norte hasta los cafetales del Soconusco, antesala de la otrora Capitanía de Guatemala. Serapio saca del librero la bitácora de años atrás para comprobar que han pasado casi cuatro décadas de la fecha en que el servicio fue cancelado.
Minutos más tarde parpadea de nuevo la señal en el tablero, sale al andén como marca el protocolo para dar paso al tren de carga tirado por un par de máquinas diesel y que cruza la estación sin detenerse. El maquinista contesta al péndulo de luz de Serapio con su potente silbato dejando un eco que se extiende como manto por la ciudad dormida. Quedan en el ambiente resonancias metálicas, en el aire un regusto a aceite quemado, los últimos tintineos de la campanilla dando aviso en el paso de peatones, la luz ámbar que oscila en el bamboleo de la linterna, un perro que desde el otro lado de las vías levanta la cabeza y mira en dirección al tren que se aleja.
Serapio termina los registros. Con cuidado hace a un lado los objetos del escritorio, extiende un pequeño mantel y despliega la cena disponiéndose a dar cuenta del pollo con arroz. Del termo se pone la primera taza de café con canela y coloca a mano la novela en turno. Continúa con la lectura hasta que el día despunta y llega su relevo. Como de costumbre y sin dar explicaciones media hora tarde y con aliento alcohólico.
Afuera ya están el día y Gastón que recibe a su amo con gestos de perruna camaradería. A media mañana Serapio es interrumpido en su sueño por una alarmada Catalina quien le informa que Antonio, el jefe de estación y amigo de años lo urge a que se presente en la oficina.
Antonio iracundo, con la bitácora en la mano, lo inquiere sobre un reporte de trenes de vapor y pide explicaciones por utilizar el telégrafo con advertencias falsas al guardagujas, sabe de la responsabilidad a toda prueba de su amigo y le previene de beber en horas de trabajo. Serapio intenta defenderse de la andanada de improperios pero en nada le valen sus balbuceos. Impaciente Antonio cancela las páginas del registro aludiendo a la amistad, no sin antes advertirle de las consecuencias que esto puede acarrearle si en la empresa llegan a enterarse del asunto y da por zanjado el tema.
A la noche siguiente se repite la aparición. Esta vez Serapio alcanza a ver al maquinista con su alta gorra a rayas y la cara iluminada en rojo por el fuego de la caldera. Un pasajero lo mira desde el interior y hasta cree ver que le sonríe, una mano se mueve saludándolo. Decide no asentar el reporte en la bitácora. El tren de carga pasa puntual. Por el resto de la jornada no logra concentrarse en la lectura de su novela, apenas ha probado la cena y luego ya en casa no logra conciliar el sueño. No sabe a quien acudir para pedir ayuda. En la visita al hospital, aunque encuentra a su padre animado se quita de la cabeza comentar sobre lo sucedido. A Catalina la ausencia de hijos y la menopausia la tienen sumida en esa tristeza que Serapio con todos sus mimos no logra atenuar. Hablar del asunto con su amigo Antonio sería como pedir la picota para sí mismo. Se estremece al pensar que está perdiendo la razón.
La tercera noche Serapio está a punto del colapso, es luna llena. Al llegar a la estación abre el recipiente para darle a Gastón lo suyo, lo cierra sin sacar nada. Como a él su perro tampoco gusta del hígado encebollado, una de la las pequeñas hostilidades domésticas que acostumbra Catalina cuando está de vena.
–Mira el momento que Catalina escoge para ponernos a prueba Gastón. Ni hablar, hoy no hay cena.
El perro también se lamenta contestando con un amistoso ladrido, se da vuelta y regresa a casa.
Los minutos se hacen largos, ni las aventuras del Comisario Maigret logran atraer su atención. La señal aparece en el tablero. Con el corazón desbocado sale al andén. A lo lejos puede ver la parpadeante linterna de petróleo en los morros de la máquina. El tren se acerca lento. Serapio queda envuelto en medio de la nube de vapor con que el maquinista desahoga la presión de la caldera, chirrían los frenos, la arena que vierte sobre las vías para frenar el convoy produce chispas y se funde por la acción de las ruedas deslizándose. La máquina ya detenida mantiene un jadeo, como animal milenario. Serapio siguiendo un impulso abre una puerta y sube, el maquinista hace sonar la campana y el tren reinicia la marcha.
En el vagón van obreros, campesinos, familias que dormitan en los duras bancas de madera. Los pasillos están obstruidos por bultos, costales de maíz, gallinas amarradas por las patas. Un joven lo mira con atención y se corre en la banca para hacerle sitio junto a él. Serapio acepta el gesto y por una fracción de tiempo se queda anclado en aquellos ojos profundos y tristes que le mueven el corazón con un sentimiento mezcla de compasión, afecto y nostalgia. Observa el paisaje iluminado por la luz de la luna. El calor que provoca el hacinamiento le hace desabotonarse el chaquetón, el aire que entra por la ventana es tibio y húmedo, Serapio repara en el súbito cambio de clima.
Cuando pasan por la estación de Navajas le da un vuelco el corazón, ¡el edificio fue demolido hace años! Se levanta y brincando obstáculos llega al vagón de primera clase. Dos soldados que cuidan la puerta le franquean el paso. En uno de los asientos del lujoso carro encuentra un diario, lo toma, mira con detenimiento la fecha que le hace recordar viejas historias del ferrocarril. La sorpresa le hace abrir los ojos de manera desorbitada. La siguiente estación es la de Cazadero. Se asoma por una de las ventanas y alcanza a ver la máquina al final de la curva. A lo lejos, en sentido inverso, el resplandor que provoca la luz del convoy de carga. Comienza a dar voces de alarma. Algunos pasajeros despiertan, corre a los vagones posteriores alertando a la gente que no comprende lo que sucede. Un rechinido metálico llena el ambiente, los conductores percatados del peligro intentan evitar el inminente choque. En una acción desesperada salta fuera y mientras rueda por la hierba escucha el estruendo seco de hierros y madera impactándose. El silencio de la noche se desgarra con el bramido que anuncia la tragedia. Cuando se incorpora las llamas de las primeras explosiones iluminan la dantesca escena, las serpenteantes moles aun se mueven en el acto final de su inercia. Se escuchan los primeros gritos, las llamadas de auxilio se multiplican. Serapio se revisa, sólo tiene raspones. Se acerca a brindar ayuda. Cuerpos mutilados, trozos de metal ardiendo, las explosiones continúan y convierten el aire en materia sólida que lo arroja al piso más de una ocasión. Entre la carga del tren venían varios carros con azúcar que se incendia. La mortal lava dulce alcanza a algunos pasajeros que corren por el campo, teas humanas que en su huida dejan caminos de fuego incendiando las parcelas de maíz. Serapio entra a los carros colapsados, coloca algunos heridos fuera de peligro. De las rancherías vecinas se acerca gente, desesperado mira como en lugar de ayudar dan comienzo al saqueo. Mutilan los cuerpos para quitar alguna joya, sordos a los gemidos hurgan sin miramientos, arrancan ropas, se atropellan unos a otros, Serapio los enfrenta pero es inútil, son los miserables, los desposeídos ante la oportunidad.
De entre los hierros saca a un joven con una herida en el cuello, lo reconoce como aquel que le hizo sitio en el asiento cuando abordó. Haciendo presión con la palma de la mano y un improvisado vendaje que ha hecho con jirones de su camisa contiene la hemorragia. Intenta dejarlo para ayudar a otros pero se da cuenta que si lo abandona se desangra. Le parece una eternidad antes de ver llegar las primeras ayudas. Soldados rodean el sitio del desastre, algunos ayudan con los heridos y separan a los muertos; esa misma noche inicia la persecución de los saqueadores que al día siguiente aparecerán colgados en los postes del telégrafo, cualquier objeto sospechoso encontrado en las miserables chozas era suficiente argumento para una sentencia expedita.
Serapio va en una vieja ambulancia cuidando al herido. Llegan a la ciudad, su ciudad que apenas reconoce. Viejos arbotantes de gas en los cruceros iluminan mal la noche, en lugar del adoquinado de cantera de sus calles circulan por un empedrado que hace dar tumbos al vehículo. Se detienen frente al Templo de Santa Rosa, en el portón del exconvento cuelga un letrero: “Hospital General”. Monjas con los hábitos manchados en sangre le ayudan a bajar al herido, éste con voz débil le pide que avise a su familia al tiempo que saca de la chaqueta una billetera que Serapio se guarda en el bolsillo de la suya.
Serapio mira el edificio y pregunta por la Escuela de Artes Gráficas que recuerda ahí ubicada, la monja le reprende de manera cortante haciéndole ver que no está para tonterías y que mejor se ponga a ayudar en lo que pueda. Los pasillos del antiguo claustro con sus grandes arcadas de arquitectura colonial están atestados de quemados, de mutilados, de muertos. En todas partes hay sangre, llanto, gritos de dolor, llamadas de auxilio y olor a chamusquina. Enfermeras, monjas, médicos, sacerdotes y voluntarios van de un lado a otro impotentes ante la magnitud de la tragedia. Serapio se da un respiro, sentado en el piso se recarga en uno de los pilares, tiene la ropa desgarrada, manchada en sangre, las manos heridas por los hierros y las astillas, lo abandonan las fuerzas.
Cuando calcula que han pasado solo unos minutos lo sorprende la claridad de la mañana, siente unos golpes en la pierna, la afanadora lo despierta con la escoba. Le pide de mala manera que abandone el lugar, lo trata de borrachín y amenaza con llamar a la policía. Serapio se mira las manos y la ropa, no hay huella de lo vivido. El pasillo despide un agradable aroma a humedad por el agua con que la mujer lo ha rociado para evitar que se levante el polvo mientras lo barre. Los alumnos de la Escuela comienzan a llegar bulliciosos, Serapio confunde sus gritos con los lamentos de la noche anterior. Cruza el patio del exconvento adornado con helechos y geranios mustios por el frío. Se frota las manos para calentarlas, se abotona la chaqueta y sale a la calle, se encamina confuso a casa, está convencido que pierde irremediablemente la razón. Al llegar a casa una asustada y ojerosa Catalina lo recibe con una retahíla de reproches. Él la abraza y trata de tranquilizarla, Gastón gime a sus pies, también pide una caricia. Ella le reclama no haber probado la cena y le advierte de un enfadado Antonio tratando de localizarlo. Su compañero de trabajo, el relevo, encontró intacto el hígado encebollado en el bote de basura, la novela abierta boca abajo como si hubiera salido sólo por un momento, la bitácora en blanco.
En la oficina un incrédulo Antonio interroga a su amigo. Serapio sabe que no le va a creer la historia y argumenta que tuvo que salir de urgencia para atender a su padre, coartada que cae por su propio peso ya que fue el primer sitio donde lo buscaron. Antonio se compadece de su amigo y lo manda a casa, abandonar el puesto de trabajo es una falta que se castiga con el despido y sabe que le costará justificarlo.
Serapio acude al hospital, los médicos lo reciben con malas noticias, su padre ha entrado en agonía. Le informan que ha pasado la peor noche desde que fue ingresado y se encuentra en estado de ansiedad aguda. Con la mano de su padre entre las suyas lo consuela, le habla de los paseos y los juegos de ajedrez que pronto reanudarán, le cuenta de una Catalina sonriente y optimista. Busca en el bolsillo un chocolate de los que suele llevarle y su mano da con la billetera. Su padre se ha calmado, su respiración es profunda y relajada. Serapio abre la billetera, revisa su contenido: un billete de tiempos de la Revolución a principios de siglo, un boleto de tren de los Ferrocarriles Mexicanos. “El Águila de Oro, dos céntimos, tercera clase”. El documento de identidad de su padre cuando joven. Su padre da un último suspiro, Serapio le cierra los ojos, sus dedos recorren lentos esa cara tan entrañable y que ahora le parece diferente, se detienen en la vieja cicatriz del cuello.
Enrique Vallejo Sánchez. Barcelona Junio 2005