Yo si la vi, tendida a un lado de la vía del ferrocarril que cruza la carretera a la entrada de San Lorenzo, la falda se le había corrido arriba de la rodilla y ahí se le veía una mancha pero no supe si era sangre. Mi madre dijo ¡dios mío, no miren!, mi padre esquivaba a volantazos los curiosos que se empujaban unos a otros para verla. Entre las piernas que rodeaban el cuerpo vi su cara, le colgaba un ojo y el cabello lo tenía descompuesto, terroso, estaba despeinada. San Lorenzo está en el desierto, matorrales, viento, tierra seca, armadillos e iguanas que los chiquillos del pueblo salen a cazar para venderlas en el mercado. Es frío, un pueblo frío y gris en el que nació mi madre. Esa mañana mientras nos peinaba con jugo de limón nos dijo que iríamos a conocer a un nuevo tío, lo dijo como si le diera vergüenza o quizás era tristeza, como cuando hablaba de su infancia que siempre lo hacía bajando la voz. Yo tenía doce años, no sabía de la existencia de Genaro y no me explicaba como tampoco mi madre que ya era tan mayor con sus 40.
Al llegar a la casa de los tíos lo primero que vi fue el gato amarillo que desde abajo de la maceta de helechos nos miraba, todo era gritos, llantos y palabras atropelladas, a la suegra de Genaro le habían disparado con una escopeta a la cara, la estaban esperando en la parada del camión que la traía del rancho. Ese día que mataron a María comenzó la historia de mi nuevo tío.