“No hay justificación pero no puedo
Evitar que me indigne sin medida
Algo tan natural e inevitable”
José Emilio Pacheco. “Pronóstico del clima”. Fragmento.
Advertencia al expatriado, espada de Damocles: volver sobre los pasos en cualquier momento. Este Septiembre y sin tenerlo “agendado” me sumergí ocho días en ese nuevo México, el de los últimos cinco años.
La conexión en la capital holandesa llena el avión con paisanos provenientes de diferentes puntos de Europa, pocos esta vez y pocas risas, pocos alardeos y echando en falta esas conversaciones en voz alta tan acostumbradas, se puede decir que vamos de regreso acojonados. De compañero de asiento un veintiañero escocés, gigante, que viaja a México a celebrar su cumpleaños, sabe de nuestra gran fiesta nacional el día 15 de Septiembre y pregunta por la calidad de la marihuana, se frota las manos. A su lado van un par de rumanos que responden a sus preguntas de manera lacónica y en mal inglés: vienen de vacaciones por 17 días, son un grupo de 15, sólo hombres. Ellos y el resto del grupo pasarán buena parte del viaje deambulando por los pasillos. Corpulentos, visten ropa deportiva, el cabello a rape, de corte militar. Fantaseo con el verdadero propósito de su viaje y se me ocurren historias de mercenarios.
Del otro lado del pasillo va una señora mexicana: muy maquillda, traje sastre, medias y tacones, peinado “de salón” y perfume con el que generosamente se encarga de aromatizar el vecindario. Después de la cena saca del bolso un libro de Paulo Coelho, se arrellana en el asiento, se cubre con la manta y clava las rodillas en el respaldo que tiene delante, de nada valen las miradas que le lanza el vecino asomando la cara por un costado, repite la operación una y otra vez a lo largo del vuelo. A punto del aterrizaje se acomoda el peinado, saca el pintalabios y ya en el pasillo, con la maleta en la mano, le dedica una sonrisa al ojeroso pasajero que la mira con “ojos de pistola”.
La sucinta revisión de documentos en la aduana mexicana me permite llegar a tiempo al autobús que me llevará a la ciudad de mi destino, en el Bajío Mexicano. Revisión a fondo de mi maleta de mano, “lo voy a tocar”, advierte la chica que con manos enguantadas hace repaso de mis lonjas, ¡ay!, hombros, piernas y genitales, ¿porque no?. A bordo nos filman para identificar a los asaltantes llegado el caso, hay conexión WiFi con lo que dedico las tres horas del trayecto a navegar por la red.
A la mañana siguiente me acerco al Banco donde tengo mi única cuenta. Sin aviso cambiaron los dispositivos, llaves electrónicas les llaman, y que son un complemento indispensable para acceder a la información vía On Line. El nuevo lleva el sub-fijo “Challenge”, imagino que por ser en inglés ha de ser más potente. Una hora y veinte minutos después la ejecutiva a cargo del Servicio a Clientes me informa que mi cuenta no aparece registrada, la tengo desde 1989 y hasta ese momento sin mayor problema, aclaro. Me invita a volver en 5 días. Cinco días después lo mismo; la ejecutiva en cuestión me sugiere “mejor realizar mis operaciones por Audiomático”, una alternativa a través del teléfono. Dedico parte de una mañana a teclear opciones que me dicta una máquina y que después de varios intentos no reconoce la clave que me ha proporcionado la citada empleada de ventanilla. El interlocutor de carne y hueso que termina por auxiliarme en el calvario concluye que he de acudir personalmente a mi banco para solucionar el problema. ¡Ay!.
En el negocio familiar me entero que desde hace un año la conexión de Internet va y viene cada 20 minutos. La respuesta que da Telmex a mi reclamo no tiene desperdicio: “Si, eso nos pasa en el centro de la Ciudad” …y luego silencio. Por ello, cuando iniciamos alguno de los laberínticos trámites a que nos obliga la Administración, ahora que el sistema está informatizado, encendemos una veladora a San Judas Tadeo, eso si, analógica, de cera y mecha, para que nos lleve a buen término en el uso de la nueva tecnología.
Tarde de otoño queretano, llamada de una amiga; llora, balbucea frases incomprensibles, escucho de fondo sirenas. Detenida en el cruce de una avenida me relata como pasan delante de ella decenas de patrullas mientras escucha tiros, ráfagas. En Candiles, urbanización no distante del centro de la ciudad, la policía enfrenta a tiros un grupo de hombres portando armas largas, el ejército hace presencia con tanquetas, la supuesta paz de la ciudad conventual ha sido rota y por el resto de mi estadía no habrá otro tema en las conversaciones.
Un amigo, propietario de un bien cuidado Cadillac de los años 90’s, es abordado en la gasolinera por un joven que viaja en una camioneta Lobo de cristales oscuros. Le habla con seguridad de la marca americana y le comenta que él, en el norte, tiene en colección cinco de esos automóviles. Al despedirse y alardeando le da cómo santo y seña abrirse la chaqueta y dejarle ver una escuadra de gran calibre que lleva en la sobaquera, “que, ¿te da miedo?” es su despedida.
En el negocio me avisan de cerrar a cero las ventas con tarjeta si el cliente no ha decidido incluir en la transacción la propina; se ha detectado que en el banco manipulan estas ventas con pequeñas cantidades a su favor. Esto me hace recordar el día que acudí a una sucursal bancaria a cambiar un cheque. Cuando la chica de la ventanilla me entrega el dinero y comienzo a contarlo delante de ella dice, “me he dejado mil pesos por si necesitaba billetes más pequeños”, me mira fijo a los ojos, cambia la sonrisa por un gesto duro cuando comienzo a reclamarle, “te los estoy devolviendo, ¿no?”. Tiene mis datos, siento miedo y dejo así las cosas.
A un conocido cliente se le atora la camisa en el borde de la silla y sufre un desgarro, enfadado y de mal modo se dirige a la encargada mostrando por encima del cuello la etiqueta y advirtiendo que fue comprada en Europa pagando tantos y cuantos euros por ella, cantidad que se le reintegra y a la fecha estamos esperando que nos traiga la prenda ya pagada, como toca.
Delante mío circula un automóvil al que le falta una luz trasera, la placa pende ladeada sostenida de un solo tornillo, el escape despide humo negro, el espejo lateral izquierdo está roto pero eso si, lleva una pegatina en la parte trasera que reza: “México, creo en ti”.
Es domingo e intento salir de la urbanización donde vive la hermana que me da alojamiento. Elementos de Vialidad han cortado las salidas. Se celebra el enésimo maratón ahora que están de moda porque parece que al gober en turno le gustan este tipo de competiciones. Como avispas toreadas circulamos en todas direcciones medio centenar de vehículos y conductores enfadados. Al final un “oficial” da instrucciones para abrir una salida lo que nos hace dar un rodeo de 15 kilómetros para salir de la trampa, por supuesto que no hubo aviso previo al “operativo”
Otra novedad en la ciudad son los centroamericanos en viaje al norte, falsos y auténticos se arraciman en cada crucero pidiendo a los automovilistas una ayuda haciendo el gesto de llevarse a la boca los dedos de la mano, son muchos, desperdigados por toda la ciudad y se suman a los payasitos, los limpia parabrisas, los malabaristas, los vendedores de klenex, de tunas, de galletas, de tarjetas telefónicas, de periódicos, de…
Cena de despedida a cargo de amigos que me previenen de los asaltos a los autobuses que van al aeropuerto de la Ciudad de México. Recomiendan esconder el pasaporte, las tarjetas y llevar a mano una “bolsa de asalto”: una cartera con un poco de dinero, tarjeta bancaria con algún saldo y un documento de identificación vencido o poco importante, ¡ay!.
La marquesina de la sala 26, donde se me ha dicho que saldrá mi vuelo, avisa: “Monterrey, demorado”. Aprovecho para enviar, vía Internet, los últimos mensajes a la familia y amigos. Por el pasillo se acerca, portando elegantes uniformes y paso marcial, la pequeña tribu de azafatas y pilotos de la compañía francesa. Al llegar a la sala se detienen en seco y el compacto grupo se descompone, como hormigas a las que se les ha cortado el camino. Titubean, se miran entre si, hablan todos al mismo tiempo, levantan los hombros, señalan una y otra vez la marquesina. Tardan en recomponerse y después de algunos segundos de duda ingresan por el túnel que los lleva al avión no sin dejar de mirar y señalar el dichoso aviso de “Monterrey, demorado”, que sólo fue cambiado cuando ya había comenzado el abordaje.
Mi amigo Gonzalo dice que siempre ha sido así, que he estado tanto tiempo fuera que ya no estoy acostumbrado, ¿será?.