“¿Mi mayor anhelo?, comprender y no estorbar”
José Luis Sampedro, escritor, 91 años
Mudarse de sitio en Barcelona debe tener las mismas complicaciones que en cualquier otra ciudad del mundo pero hoy me tocó hacerlo y he sobrevivido. Entrar en el tema es conocer historias variopintas, acercarnos a personajes que de lejos miramos en la calle cargados de manías, entender su recelo, desconfianza o desilusión; los hay también, cuando te tocan, que deslumbran con su luz.
Con el derecho adquirido de nacimiento a “nuestro espacio personal”, mina de oro de especuladores, me lance a la caza de piso, loft, estudio o lo que tocara. La crisis inmobiliaria apenas comienza en España y al derrumbarse el negocio del ladrillo vuelven a colgarse en los balcones letreros de “se vende”. No aplica la misma ley para el mercado del lloger (alquiler en catalán) cuando ahora muchas familias atrapadas en el incremento de las hipotecas pretenden escapar del esquilmo optando por la reducción del espacio vital, fórmula sin metáforas de apretarse el cinturón, buscando el piso con alquiler más bajo y así seguir haciendo frente al incremento de las tasas que sin duda llevarán las nuevas ganancias a la butxaca del señor Botín. Dicho esto de otra manera las rentas, como decimos en México, están por las nubes y me bastó una semana para pasarme a la siguiente alternativa: “busco piso a compartir”, otra manera de seguir soñando con Fourier y sus falansterios pero que por la edad y los primeros resultados de la búsqueda me quedaba la sensación de mejor buscar la residencia, geriatría incluida.
Barcelona como ya sabemos es polo de atracción de moda y a la ciudad llegan cada día más y más ciudadanos en búsqueda de las mieles que asoman en su arquitectura, sus parques, su cultura, con lo cual en la “red” se han creado sitios de orientación para cada especialidad, incluyendo el rubro de los que buscamos una vivienda accesible. Consulté la oferta, elaboré una lista con las opciones que mas se ajustaban al perfil deseado y me lance a las entrevistas propietario-inquilino. No daré demasiados parámetros para salvaguardar el indiscutible anonimato que merece con quienes me entrevisté pero contaré a brochazo gordo algunos de los casos de este mundo diverso y complejo que asoma luego en las aceras o en los bares con sus distintas peculiaridades. El primer sitio era un piso en lo que se conoce como el Eixample, esa “parte nueva” de Barcelona, un barrio construido en el siglo XIX y que fue el cinturón que terminó de unir el casco antiguo, la ciudad amurallada, a los pequeños pueblos que la circundan como Gracia o Sants y donde la gente que ha vivido ahí por generaciones nos lo recuerda cuando dice “voy a Barcelona”, para ir a las Ramblas o a la Plaza Sant Jaume que es un trayecto que les llevaría unos cuantos minutos en el metro o si acaso un cuarto de hora andando. En fin, en este caso la habitación era oscura, con un enorme letrero en la puerta que pedía no fumar pero que era evidente el anterior inquilino no respetaba. Baño compartido, no así la cocina que limitaba su uso a solo por las mañanas ya que el “resto del día es para la familia”, hay que decirlo, una pareja, hijo incluido, de obesos. Mi entrevistador era un amable sudamericano que había rebasado tiempo atrás la sexta década, arquitecto de profesión que cuando llego a la Ciudad Condal, hace treinta años, hubo de emplearse de albañil los diez primeros antes que uno de los muchos jefes le diera la oportunidad y mediante cursillos matriculado por las noches, hacerse con el título de técnico en dibujo con lo que su precaria condición física descansó de cargar bultos y palear escombrerías. A la familia se la trajo quince años después de su llegada y hoy su esposa, con diabetes avanzada, le ayuda con las labores de casa mientras el hijo, filólogo, curra como guardia jurado en un supermercado y asiste dos veces por semana al ensayo del coro de música gosspel al que pertenece. Esta fue la primera entrevista y a pesar de que el sitio era inviable salí animado pues pensé que la oferta era amplia, error, los días se sucedieron entre habitaciones adaptadas en un vestidor de 2.50 mts. por 2.00 mts. donde la cama había sido elevada en un diminuto tapanco, decimos nosotros, con el escritorio debajo, pretendían por el zulo un alquiler de 7 mil quinientos pesos, eso si, wiffi incluido. Otro, la comuna de tres chicas de diversas etnias más un chico de escandinavia aficionado al vino tinto y que ofrecen habitación sin armario pintada en verde bandera mexicana, al menos. Varios colchones acomodados contra las paredes del pasillo “para los invitados”, una pila de maletas a la entrada que recibe al visitante y un solo baño a compartir, “panadería al lado y el mercado a cruzar la calle”. Mi amigo Adolf me comenta que por esos rumbos vive el Quim Monzó, lo cual ya era un atractivo importante para el sitio. O la señora de Les Corts con sus cuatro gatos y un caniche que me aseguraba que vivir con la jaula de pericos australianos dentro de la habitación era algo que el inquilino anterior había aceptado, “pero igual la saco, si no estas de acuerdo”.
Por eso, cuando me abrieron la puerta del piso donde ahora vivo y me encontré con ese rostro amable que me sonreía, supe que si era aceptado, de mi parte, había llegado. Un poco alucinado miré la cocina ordenada, limpia, luminosa como todo el resto de la casa. Su biblioteca a tres paredes me invitaba a sentarme en la mecedora que ve al balcón para pensar en mis historias o dejar hacer al duermevela de la siesta. El living con sus cómodos sofás y “mi habitación” con su enorme armario, su escritorio desde donde ahora escribo, sus paredes blancas apenas tocadas por una acuarela donde se adivinan abanicos y claveles ya me decían que me quedara. Al final de todo el baño y la galería, una terraza abierta al centro de una de estas manzanas señoriales del barrio de la Nueva Izquierda del Eixample, con su pequeña mesa y dos sillas para tomar el primer café de la mañana o la última copa de vino del día cuando la noche apaga luces y voces y los edificios que circundan este cel obert barceloní se van quedando en sombras.
Por eso, después de lo que pareció una pesadilla y arribo a este puerto calmo que va más allá de mis expectativas, pienso que se cumple aquello de que la coincidencia, que a veces llamamos suerte, también existe… y yo vuelvo a gozar de Barcelona.